Son muchos
los sucesos que conforman una persona, son miles los instantes que determinan
un destino, es como miles de pixeles torrenciales que golpean a tu rostro,
donde no es posible cerrar la boca por mucho tiempo, ni vale la pena intentarlo…
ahora lo sé, pues ahora sé que cada pequeña partícula de realidad que pretendía
no ver, cada una, hizo laceraciones profundas en mi pecho.
Con la
incompetencia de quien vive por primera vez me sumergí hasta que mis oídos se hicieron
inmunes a las melodías, prefería el sonido ciego que ver, la verdad es que decepcionarse
de la verdad provoca lamentaciones que uno quisiera hundir, pero proviniendo de
la misma urdimbre de uno, me entumecí hasta que el pavimento creció sobre mí.
Los
rescoldos de mi carne pixelada ya no veían más, así que podía pretender que me
sanaba, aun en mi lecho frio y oscuro, pues tal lugar sólo escarchaba mi alma
de antiguas angustias, de algún modo las había aprendido a padecer, y si el
mundo desea girar bien podrá hacerlo conmigo bajo cemento.
Las semanas
y meses transcurrían haciendo crecer un hilo de temor por no salir más,
tiznando mi ilusión de quedarme ahí, y mis pies traicioneros florecieron por la
ínfima grieta que ocultaba de mi propia vista. Lamentable que la masa que creí
indemne haya trisado mi destierro, y no quiero, yo no quiero despertar.
El ínfimo
espacio se llenaba de aire fragante, llenándose de rezagos de vida la bóveda que
me impelía a morir, y siendo la imposibilidad de escindir mis deseos la última
aliciente que quedaba para salir de ahí, me forcé con la convicción ciega de un
dios a que afuera no debía retornar, grité, silbé, hice apneas eternas, me
volví mezquina sobre mí y cuando el sonido amargo de mis lamentos se volvió
mantra ya no quise detenerme.
Si, mi
pecho en la fría caverna nunca sanó, quizá con el tiempo ocurriría, no obstante
enraicé, canté y enarbolecí; la tendencia vital de quien palpita puede más que
una convicción pueril y querer protegerme del mundo y su realidad no hizo más
que atronarme contra él.
Mi voz
encauchada, pero vibrante fue oída, mis ramas habían dado sombra y consuelo, y mis raíces nutridas, sólo hacían de mi condición
alienada una blasfemia a los esfuerzos de mis carnes por no fallecer.
Y habiendo
dado tal señal de mi existencia, mi destino no podía ser otro que la paradoja
final: ser amada.
NB